viernes, 27 de febrero de 2015

Duplete de Auster: Diario de invierno y La invención de la soledad

Paul Auster de joven. Rico chico.
Hace unos cuantos años leí por primera vez a Paul Auster, bien lejos de la academia y bien cerca de las lecturas placenteras. No recuerdo bien qué libro fue, pero su tono leve, claro y austero me conquistaron. La Trilogía de Nueva York (1991), por ejemplo, consta de 2 historias muy interesantes que toman las clásicas novelas negras de detectives y le dan una vuelta de tuerca, y una tercera que trata sobre una búsqueda personal que surge a partir de la desaparición de un amigo del narrador. El cuento de Navidad de Auggie Wren es una maravilla de la literatura de lo pequeño, lo cotidiano, lo azaroso. Es breve y muy lindo, corran ya mismo a buscarlo y leerlo.

Pues bien, el año pasado dediqué unas cuantas semanas a algunas de sus obras más autobiográficas, por decirlo de algún modo (hay que sospechar de la autobiografía como de los perfiles de Facebook): Diario de invierno (2012) y La invención de la soledad (1982).  

En la primera, Auster repasa algunos hitos, para él, de su vida, empezando por las niñez, pasando por la adolescencia (tiene el buen tino de seguir un orden cronológico y no marear al lector), su juventud y el derrotero por el mundo a bordo de un barco, su estadía en París, los amores, la poesía. Etcétera.
Uno de los puntos más atractivos del relato es que está narrado en segunda persona. En lugar de narrar en primera, lo que es más lógico para una autobiografía, Auster cambia las reglas y narra en segunda, como si se hablara a sí mismo. Esto genera una leve sensación de identificación entre el narrador y el lector, porque pareciera que está apelando al lector todo el tiempo. Claro que esto es una ilusión, pero no es azarosa. Auster sabe muy bien lo que hace, juega con el género, se divierte con el lector. En el fondo, queda la idea de que él mismo es el otro, y entonces se recuerda lo que vivió, como si temiera algún día olvidarlo.

La invención de la soledad está dividida en dos partes: en la primera, mientras desarma la casa de su padre, Auster va revisando su historia familiar y descubre, a modo de detective genealógico, un secreto que posiblemente explique la forma de ser de su progenitor, tan esquiva, solitaria, inaccesible para él. Un párrafo basta para mostrar la frustración de Auster hijo:


“Solitario, pero no en el sentido de estar solo. No solitario como Thoreau, por ejemplo, que se exiliaba en sí mismo para descubrir quién era; ni solitario como Jonás, que rogaba por su salvación en el vientre de la ballena. Soledad como forma de retirada, para no tener que enfrentarse a sí mismo, para que nadie más lo descubriera.”

Aquí hago un paréntesis autobiográfico, para ser coherente con el género que comento: esta parte del libro me recordó a aquel abril de 2012, cuando tuve que desarmar la casa de mi mamá y, titánicamente, meterla en la mía. Rescato en particular la tarde en que empecé a revisar una caja de papeles y descubrí decenas de cartas que mi mamá había guardado. No eran sorpresa para mí, ya las había visto varias veces, pero nunca les había prestado real atención. Ahora, sin mi mamá en el mundo de los vivos, esas cartas eran un testimonio tangible de su paso por el mundo. Eran cartas de amigos, de parientes, de novios de su juventud, cartas que me conectaron con una Marta que conocía a través de sus historias nostálgicas, pero que en esas misivas se me aparecía más real, con una historia de vida propia, externa y anterior a mí. Alguien que no era solamente mamá. 

Pero volviendo a Auster: en la segunda parte, llamada "El libro de la memoria", Auster realiza un trabajo un poco más metaliterario, quizás un tanto monótono para el lector de a pie, ese que quiere que lo entretengan (como yo, a veces). Esta parte no me gustó tanto como la otra, así que si dejan de leer más o menos a las 10 páginas estamos en el mismo club.

En síntesis: Auster es un autor para conocer, recorrer, disfrutar. Si se cruzan con cualquiera de sus novelas, háganme caso y léanla.

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