Neil Gaiman, escritor británico nacido en 1960. Se parece a Tim Burton. |
Objetos frágiles, 2006, Roca Editorial de Libros. |
Hay de todo, como en botica: cuentos muy breves, poemas, un par de historias largas, reescrituras de historias clásicas, extraterrestres, muertos, vampiros, caníbales... Todo muy entretenido y atrapante (palabrita que uso un poco demasiado en este blog, me parece).
Sin embargo, como gancho quiero compartir con los pocos lectores que se hayan aventurado hasta este blog un cuento que no sigue estos parámetros, pero sí es una delicia: "Rizos". En el prefacio, Gaiman explica cuándo, por qué y cómo escribió cada texto. Respecto a este, luego de explicar que surge de las decenas de sesiones de cuentacuentos que comparte con su hija de 2 años, dice: “Creo que tenemos el mutuo deber de contarnos cuentos. Eso es lo más parecido a un credo que he profesado y profesaré a lo largo de mi vida.”
Amén.
Aquí el cuento completo:
Rizos
Tenemos el mutuo deber de
contarnos cuentos, como simples humanos, no como padre e hija. Te cuento el
cuento por enésima vez:
"Había una vez una niña a
la que todos llamaban Ricitos de Oro, pues tenía el cabello largo y dorado. Un
buen día, mientras paseaba por el Bosque, vio a lo lejos..."
"..vacas." Lo dices
con convicción, recordando las vaquillas que vimos perdidas en el bosque, detrás
de la casa, el mes pasado.
"Vale, sí, quizás vio
vacas, pero también vio una casa."
"Una casa muy
grande", me dices.
"No, era una casita pequeña,
toda encalada y muy limpia."
"Una casa muy, muy
grande."
Hablas con la contundencia
propia de tus dos años.
Ojalá tuviera la misma
seguridad.
"Eso. Una casa muy, muy
grande.
Y fue Ricitos de Oro y entró..."
Mientras te lo cuento recuerdo
que, con la edad, los rizos de la heroína se Southey se volvieron de plata.
La Anciana y los Tres
Ositos...
Quizás fueron dorados antes,
cuando era una niña.
Y llegamos ya a los cuencos de
leche,
"Y el más grande estaba
demasiado..."
"...¡caliente!"
"Y el mediano estaba
demasiado..."
"...¡frío!"
Y al final, los dos a la vez: “justo
en su punto”.
Ya se ha bebido al leche, ha
roto la sillita más pequeña, Ricitos de Oro entra en la alcoba, prueba las
camas y, sin pensar, se queda dormida.
Y entonces llegan los osos.
Con el poema de Southey aun en
mente, cambio las voces:
El monstruoso bramido de Papá
Oso te asusta, pero eso te divierte.
Cuando yo era niño y me
contaban el cuento, con el que más me identificaba era con el Bebé Oso, no
queda leche en mi cuenco, mi sillita está rota y hay una niña dormida en mi
cama.
Siempre te desternillas cuando
imito el lloriqueo del Bebé Oso:
“Alguien se ha bebido mi
leche,
y no me ha dejado…”
“ni gota”, dices. Tu decidida
respuesta casi parece un amén.
Con mucho sigilo, los osos van
hacia la alcoba, presintiendo ya que su hogar ha sido profanado.
Ahora ya saben para qué están
los cerrojos. Por fin entran en la alcoba.
“Alguien ha dormido en mi cama”.
Y al llegar aquí titubeo, oigo
el eco de viejos chistes, viñetas de tono subido y groseros titulares en mi
cabeza.
Algún día torcerás el gesto al
llegar a ese verso.
Una pérdida de interés y,
después, inocencia.
Inocencia, como si fuera una
mercancía.
“Si yo pudiera –me escribió mi
padre, que era tan grande como un oso, cuando yo era joven–, te dotaría con
experiencia, sin experiencia.”
Y yo, a mi vez, te la pasaría
a ti.
Pero cada uno comete sus
propios errores. Nos quedamos dormidos sin pensar.
Los años pasan, y la historia
se repite.
Cuando tus hijos crezcan,
cuando tus oscuros rizos se vuelvan de plata, cuando seas una anciana y te
quedes a solas con tus tres osos, ¿qué verás entonces? ¿Qué cuentos contarás?
“Y entonces, Ricitos de Oro
huyó por la ventana y echó a correr…”
y ahora, los dos a la vez: “y
no paró hasta llegar a su casa.”
Y después me dices: “Otra vez,
otra vez, otra vez.”
Tenemos el mutuo deber de
contarnos cuentos.
Hoy en día mis simpatías están
con Papá Oso, pues antes de salir de casa cierro la puerta y compruebo las
camas y las sillas a mi regreso.
Otra vez.
Otra vez.
Otra vez.
***
No es inquietante, como dije, pero sí es un objeto frágil y maravilloso: un acuerdo tácito y ancestral, el de contarnos historias mutuamente, hasta quedarnos dormidos sin pensar.
Buenas noches y dulces sueños.