viernes, 12 de junio de 2015

Tenemos el mutuo deber de contarnos cuentos

Neil Gaiman, escritor británico nacido
en 1960. Se parece a Tim Burton.
La primera vez que oí hablar de Neil Gaiman fue por la adaptación de su novela Coraline. La película la vi muchos años después de estrenada, de costado, por partes, porque no me interesaba mucho la estética ni la historia. Me parecía que era otra película infantil más, tonta y prescindible. Pero cuánto me equivocaba, oh, cuánto. Las pocas escenas que vi me perturbaron: una mujer que le saca los ojos a los niños y se los reemplaza con botones y los convierte en una especie de zombies... Jodida la historia infantil, eh.


Objetos frágiles, 2006,
Roca Editorial de Libros.
Hace poco encontré el libro Objetos frágiles, de este autor, y comencé a leerlo sin mucha expectativa. Cuánto me equivocaba, oh. El libro en cuestión es una complicación de relatos de diversa extensión, temática y estilo, pero todos llevan el sello de Gaiman (o el que yo le descubrí y le adoro): un halo de inquietud que te deja pensando, con un atisbo de escalofrío a punto de recorrerte la espalda. Es eso: los cuentos no dan miedo, dan inquietud. Esa es la sensación que queda después de cada historia.  
Hay de todo, como en botica: cuentos muy breves, poemas, un par de historias largas, reescrituras de historias clásicas, extraterrestres, muertos, vampiros, caníbales... Todo muy entretenido y atrapante (palabrita que uso un poco demasiado en este blog, me parece).
Sin embargo, como gancho quiero compartir con los pocos lectores que se hayan aventurado hasta este blog un cuento que no sigue estos parámetros, pero sí es una delicia: "Rizos". En el prefacio, Gaiman explica cuándo, por qué y cómo escribió cada texto. Respecto a este, luego de explicar que surge de las decenas de sesiones de cuentacuentos que comparte con su hija de 2 años, dice: “Creo que tenemos el mutuo deber de contarnos cuentos. Eso es lo más parecido a un credo que he profesado y profesaré a lo largo de mi vida.”
Amén.


Aquí el cuento completo:

Rizos
Tenemos el mutuo deber de contarnos cuentos, como simples humanos, no como padre e hija. Te cuento el cuento por enésima vez:
"Había una vez una niña a la que todos llamaban Ricitos de Oro, pues tenía el cabello largo y dorado. Un buen día, mientras paseaba por el Bosque, vio a lo lejos..."

"..vacas." Lo dices con convicción, recordando las vaquillas que vimos perdidas en el bosque, detrás de la casa, el mes pasado.

"Vale, sí, quizás vio vacas, pero también vio una casa."

"Una casa muy grande", me dices.
"No, era una casita pequeña, toda encalada y muy limpia."

"Una casa muy, muy grande."
Hablas con la contundencia propia de tus dos años.
Ojalá tuviera la misma seguridad.

"Eso. Una casa muy, muy grande.
Y fue Ricitos de Oro y entró..."

Mientras te lo cuento recuerdo que, con la edad, los rizos de la heroína se Southey se volvieron de plata.
La Anciana y los Tres Ositos...
Quizás fueron dorados antes, cuando era una niña.

Y llegamos ya a los cuencos de leche,
"Y el más grande estaba demasiado..."
"...¡caliente!"
"Y el mediano estaba demasiado..."
"...¡frío!"
Y al final, los dos a la vez: “justo en su punto”.

Ya se ha bebido al leche, ha roto la sillita más pequeña, Ricitos de Oro entra en la alcoba, prueba las camas y, sin pensar, se queda dormida.
Y entonces llegan los osos.
Con el poema de Southey aun en mente, cambio las voces:
El monstruoso bramido de Papá Oso te asusta, pero eso te divierte.

Cuando yo era niño y me contaban el cuento, con el que más me identificaba era con el Bebé Oso, no queda leche en mi cuenco, mi sillita está rota y hay una niña dormida en mi cama.

Siempre te desternillas cuando imito el lloriqueo del Bebé Oso:
“Alguien se ha bebido mi leche,
y no me ha dejado…”
“ni gota”, dices. Tu decidida respuesta casi parece un amén.

Con mucho sigilo, los osos van hacia la alcoba, presintiendo ya que su hogar ha sido profanado.
Ahora ya saben para qué están los cerrojos. Por fin entran en la alcoba.
“Alguien ha dormido en mi cama”.
Y al llegar aquí titubeo, oigo el eco de viejos chistes, viñetas de tono subido y groseros titulares en mi cabeza.
Algún día torcerás el gesto al llegar a ese verso.
Una pérdida de interés y, después, inocencia.
Inocencia, como si fuera una mercancía.

“Si yo pudiera –me escribió mi padre, que era tan grande como un oso, cuando yo era joven–, te dotaría con experiencia, sin experiencia.”
Y yo, a mi vez, te la pasaría a ti.
Pero cada uno comete sus propios errores. Nos quedamos dormidos sin pensar.
Los años pasan, y la historia se repite.
Cuando tus hijos crezcan, cuando tus oscuros rizos se vuelvan de plata, cuando seas una anciana y te quedes a solas con tus tres osos, ¿qué verás entonces? ¿Qué cuentos contarás?

“Y entonces, Ricitos de Oro huyó por la ventana y echó a correr…”
y ahora, los dos a la vez: “y no paró hasta llegar a su casa.”

Y después me dices: “Otra vez, otra vez, otra vez.”

Tenemos el mutuo deber de contarnos cuentos.

Hoy en día mis simpatías están con Papá Oso, pues antes de salir de casa cierro la puerta y compruebo las camas y las sillas a mi regreso.

Otra vez.

Otra vez.


Otra vez.



***


No es inquietante, como dije, pero sí es un objeto frágil y maravilloso: un acuerdo tácito y ancestral, el de contarnos historias mutuamente, hasta quedarnos dormidos sin pensar. 


Buenas noches y dulces sueños.

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